23 septiembre 2022

Los placeres solitarios


La primera radio me la regaló mi tía. Una radio chiquitita y blanca, con la que escuchaba en las noches de invierno El loco de la colina y los programas matinales de los sábados; allí en mi niñez con un auricular mono color carne y entre las sábanas de mi camita de noventa, enfundado en el ya raído esquijama amarillo y azul. Después pasó mucho tiempo en los que me sedujo la novedad de la infinidad de canales de la tele y sus hipnóticos y coloridos anuncios. Parecía que el video mataría a la estrella de la radio, pero lejos de que muera nadie, al final todo se va amontonando y agrandando el abanico de fuentes de información y entretenimiento. Si te digo la verdad ya no me seduce nada la tele, con su algarada de gente haciendo el ridículo por dinero, enredada en debates estériles y en polémicas artificiales; cuando no intentando hacerte papilla el cerebro para que te vuelvas un idiota como ellos. Y encima todo interrumpido con interminables intermedios en los que ya se te olvida lo que estabas viendo ni de lo que se hablaba y preguntándote cómo pudiste hacerte esto a ti, dejándote embaucar por ese circo patético.

Por eso si me dan a elegir (como dice la canción) ahora, a la vuelta de los años, me quedo con la radio, que tiene la virtud de acompañarte sin engullirte; que me acompaña diligente en mi camino al trabajo, en mis largas tardes de verano, en mis paseos solitarios, en mis sudorosas carreras hacia ninguna parte y en mi denodada lucha por llenar de vez en cuando los ya inevitables vacíos de la existencia. Ahora que todos hablan sin decir, ahora que todo se ha vuelto ruido ahí fuera, aún tenemos la posibilidad de sintonizar la radio para que se pose a nuestro lado como un animalillo fiel; y que nos cuente cosas, que interprete la banda sonora de nuestro viaje y nos susurre secretos que desconocíamos. Mientras, nosotros nos sorprendemos de pronto sonriendo ante una ocurrencia, aprobando cualquier acertada frase que se diga, dejándonos llevar por su preciada compañía; escuchando atentamente unas veces; y otras, atrapados de nuevo por nuestro ruido interno y nuestro cansino soliloquio. Pero ella seguirá sin ofenderse, lanzando al aire su sinfonía eterna y generosa, y dispuesta siempre para que la enciendas cuando necesites a alguien a tu lado; alguien que te acompañe, sí, pero que también respete escrupulosamente tu personalísimo e intransferible derecho a la soledad.
©Javier Vidal

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