Uno entiende que
conforme va cumpliendo años la cosa ésta del cuerpo que te tocó en la lotería
del destino se vaya deteriorando gradualmente de modo que el día que llegue el
adiós definitivo no esté uno como una rosa y todo el mundo encuentre
inexplicable el cambio drástico de vivo a muerto. Se entiende que debe haber un
proceso gradual desde el apogeo de la juventud, en una cuesta abajo de
decadencia inmisericorde que justifique que el día que nos vayamos a todo el
mundo le parezca cosa natural nuestra partida y exclame, entre la pena, la
comprensión e incluso el alivio: “Ea, pues ya descansó el pobre”.
El problema viene cuando el proceso no es tan
gradual como debería. Ya prácticamente dos o tres días después de cumplir los
cuarenta me sorprendí a mí mismo teniendo que estirar el brazo para poder ver
el móvil, en un gesto ya imprescindible para leer cualquier letra que mida
menos de un metro; y añorando cada vez más tener unos brazos telescópicos para
poner cada vez más lejos el periódico, la novela, el móvil o el menú del día
del bar. Pero es que desde que cumplí cincuenta el proceso se ha acelerado sin
ninguna compasión. Por ejemplo, ahora, cada vez que me siento o me levanto del
sofá o de la cama me sale un “Ayy” inexplicable; inexplicable porque no es de
dolor ni de nada, es simplemente que te sale natural a partir de cierta edad,
como si de pronto uno tuviera que ponerle banda sonora a cada cambio de postura
con un extraño lamento interior. Otra cosa que me pasa es que cada vez que me
río acabo tosiendo; no hay manera de echar una carcajada sin acabar tosiendo
terriblemente con un volumen más alto que el de la risa anterior. Total, que empiezas
riéndote y acabas dando pena y causando preocupación entre la concurrencia por
si se te ha ido un hueso de aceituna para otro lado o si se te ha salido alguna
entraña de su sitio. Otro aliño de esta ensalada son los pequeños episodios
incomprensibles: de pronto un día te tiembla el párpado durante un rato, o ves
chiribitas o estás cojo durante la mañana y por la tarde estás estupendamente o
te entra un dolor lumbar que te deja doblado, vas al médico urgentemente (te
llevan al médico) y cuando sales del coche te incorporas perfectamente y ya ni
dolor ni nada. Y tú en el médico con cara de imbécil; y el médico pensando para
sí mismo que sí que eres imbécil por usar las urgencias sin motivo plenamente
justificado. Dice una amiga que eso son “manías del cuerpo”; pero es que los
cuerpos con más de cincuenta tienen cada vez más “manías”, y a cada cual más
variopinta y de un cada vez más refinado sadismo.
Por eso, como cuando estás en una apacible reunión
de amigos y piensas que en realidad deberías irte porque tiene otras cosas que
hacer, y haces el amago de irte y dices: “yo me voy a ir yendo”; pues eso. Voy
a ir recogiendo los trastos y a prepararme para lo que pueda pasar. Y mientras,
voy a apurar cada segundo de mi existencia en hacer lo que me sale del alma. Ya
sé que soy un poco rarito y me gustan cosas demasiado sencillas, pero a estas
alturas de mi vida ya uno se va conociendo, aceptando y reafirmando su
personalidad sin que nada ni nadie te imponga su ya manida versión de la
felicidad. No voy a llenar cada segundo de mi existencia en hacer algo
trascendente. De hecho los mejores recuerdos que tengo son siempre de puras
bobadas rutinarias y sin ninguna pretensión: el olor del café recién hecho, el
olor de la ropa limpia, el olor de la gente bonita, el sabor de mi madre cerca,
el eco lejano de mi padre, un cielo lleno de estrellas, una playa vacía, un
baño nocturno, una noche en vela. Intentar reprimir una lagrima cuando una
música te emociona, intentar vanamente esconder el sentimiento profundo que te
provoca un gesto de bondad en medio de la barbarie. He llorado muchas veces en
situaciones completamente cotidianas y sin aparente importancia. He sucumbido
ante la grandeza de gente completamente anónima y situaciones que podían pasar
desapercibidas. A veces, abriendo bien los ojos, se ve el cielo en la tierra. Y
la eternidad no es un proyecto de futuro sino que todo lo que hemos pasado, lo
que nos pasa y lo que nos pasará permanece eternamente.
Por eso la vida es en gerundio; estamos viviendo,
estamos muriendo, la acción no está acabada sino que es inacabable. Por eso voy
a seguir viviendo, disfrutando de lo haya por aquí y por allí, picoteando de
acá y de allá, afrontando lo más sereno que pueda lo que tenga que pasar y
saboreando y rumiando lentamente los momentos que me quedan. Y siempre con un
equipaje ligero preparado para cualquier eventualidad. Como unas pequeñas
vacaciones, como un fin de semana eterno. En este pequeño paso por la
infinidad, éste que está aquí se va a ir yendo.
©Javier Vidal