28 septiembre 2009

La galleta de la fortuna

Hoy he abierto una galleta de la fortuna en el facebook. Siempre me pone una pavada que no tiene nada que ver conmigo, pero hoy la galleta me sorprendió y me dijo: Nada se pierde para siempre. Lo que piensas que has perdido lo encontrarás en otro lugar La primera vez que me sorprende una galleta. Porque la galleta se ve que es consciente de cuántas cosas he perdido!, cuánta gente dejas detrás!, cuántos se adelantan!, cuántos se quedan en el camino!. Empiezas la vida con el Orfeón donostiarra, después con Mocedades, y al final acabas siendo tú, triste y solo, como Franco Battiato. Ya puede la galleta decir misa, que ya estoy de vuelta de todo. Y lo que sube bajará, sobre todo si es una piedra y lo que está debajo es tu cabeza. Pero lo que se va, ya mi experiencia me ha demostrado sobradamente que no vuelve. Y si el que te vas eres tú ya descuida que se rehacen los asientos para que tu silla vacía desaparezca y no tengas un sitio al que volver. Yo me imagino que la galleta habrá hablado en sentido figurado. Como que vas a encontrar algo "parecido" a lo que perdiste. Por ejemplo, si perdiste un globo de helio con la figura de mazinger Z, a lo mejor ahora te encuentras otro con la figura de un caballero del zodiaco. Pero claro, eso no vale... O tendrá que valer, y la vida es así y te jodes. No sueño ya con cantar de nuevo con el Orfeón donostiarra, ni con Mocedades. Pero no me gustaría tener que hacer yo solo todas las voces para el resto de mi vida. Y sí sueño también con encontrar alguna gente que perdí. Y puestos a pedir, también las dos gafas graduadas y la caja con mis cintas de video. A todo esto, he dicho "la primera vez que me sorprende una galleta". Y estoy hablando de una galleta como si fuera la Pitia del oráculo de Delfos, o como si las galletas hablaran y tuvieran sentimientos, o buscaran las ofertas del mercadona o estuvieran siguiendo "amar en tiempos revueltos". Fuera de contexto queda un poco raro reprocharle a una galleta nada. O depositar mi confianza en una galleta. Pero es que esto de las nuevas tecnologías es así. Empiezas siendo como muy moderno y acabas hecho un capullo, mandando correos chorra y powerpoints de colegio de monja. O, como es mi caso, sorprendido por una galleta.
©Javier Vidal

23 septiembre 2009

Erase una vez una lata de membrillo

Para Ana
Érase una vez un tiempo en que se tenía tan poco que se le daba importancia a las pequeñas cosas. Quizá porque se tenían muy pocas, y ninguna cosa grande. En mi casa hay una lata de membrillo. Está guardada en la mesita de noche del cuarto en el que dormía mi abuelo. La lata es negra y tiene estampados unos claveles rojos. Está mohosa y tiene mal aspecto... En algunas casas todavía siguen cumpliendo su función las latas de membrillo. Comprar una lata de membrillo en aquel tiempo de la posguerra, y desgraciadamente muchos años después, sería un auténtico capricho o un regalo perfecto. Por eso no venía como ahora, en un plástico envasado al vacío, sino en una lata preciosa, decorada con los mejores paisajes, flores o pinturas famosas. Según cuentan los mayores, entonces se tenía tan poco que a lo poco que se tenía se le daba su sitio. Un puchero merecía su tiempo, su olor invadiendo orgulloso la casa, la atención constante de la madre o de la abuela, una buena siesta después para asumir tamaño lujo. Una ropa nueva era un acontecimiento que requería una ocasión especial y un lucirla en condiciones. Una comida que se saliera de lo normal era razón suficiente para una fiesta. Una tableta de chocolate, un turrón por navidad eran pequeños lujos con el poder suficiente para reunir en torno a ellos a toda la familia, vecinos y allegados. Una luna de miel en Sevilla se hacía con más ilusión que la que se pone ahora para ir a Cancún. Por entonces no existía la prisa que nos dan ahora para la comida, para el amor, y para todo. Como una de las pocas cosas que se tenía era el tiempo, hasta el tiempo tenía su sitio en la casa. Y a todo se le daba su tiempo. Y hasta al tiempo se le daba tiempo. Por eso las charlas en la plaza, en el bar o por cualquier esquina duraban horas. En la barbería, aparte de pelarse, se echaba todo la tarde o la mañana hablando de fútbol, del tiempo y de otros chismorreos. La plaza de abastos o la tienda eran lugares de encuentro en el que todo el mundo no sólo se conocía por sus nombres sino que se conocía de toda la vida. Y además también se hablaba de todo, mientras el tendero despachaba lechugas, pimiento molido, tuercas o una rebeca de punto. Tampoco existía esa cultura del usar y tirar a la que nos han acostumbrado; ni hacía falta ministerio de medio ambiente para gestionar el desperdicio, porque no se desperdiciaba nada. Un periódico tenía una segunda vida como envoltorio para huevos o como papel higiénico. Un huevo era un huevo pero también podía ser una buena comida si se acompañaba con mucho pan y aceite. El aceite usado acababa convertido en jabón. El hueso de jamón que se compró aquella feria, después de ocupar durante mucho tiempo un lugar de culto en la cocina, seco ya como una tarama, acababa haciendo un caldo. El caldo se convertía en unas cuantas cenas. Y la cena se convertía en una reunión familiar o en un motivo para estar juntos. Porque otra de las pocas cosas que se tenía era eso: unos a otros. En ese tiempo de escasez, cuando aparecía una lata de membrillo tan bonita y tan exótica se le sacaba provecho y se utilizaba para otras muchas cosas. En algunas casas la utilizaron para la costura. Entonces la aguja y el dedal era moneda de uso corriente, porque no había más remedio que tener en cada casa un pequeño hospital para ropa rota. Porque después de un tiempo de uso normal toda la ropa tenía una segunda o tercera vida. Se le ponían coderas a las chaquetas y a los chalecos, y rodilleras a los pantalones. O se remendaba un calcetín o se cosía un siete en un vestido. O se ponía un botón más para la derecha para que el pantalón quedara más ancho. Y del pequeño hospital casero aquella ropa salía como nueva, dispuesta para que el hermano más chico o la hermana más chica le siguiera sacando partido. En otras casas la lata de membrillo se utilizaba para meter las medicinas. Ahora que tenemos hospital y ambulatorio y médico gratis y medicina casi gratis nos ponemos más malos, o nos ponemos malos más veces. Y las tantas medicinas que nos sobran la entregamos para el “tercer mundo”, o dejamos que se echen a perder en los cajones. Pero entonces el médico costaba dinero, y las medicinas casi más todavía. Por lo que aquella madre o aquella abuela guardaban las pastillas o inyecciones que sobraban por si servían para otra vez. Y se convertía en una especie de enfermera a domicilio que aconsejaba a su prole sobre su uso para la fiebre, los gases o las almorranas; que antes no se andaban con remilgos para llamar a cada cosa por su nombre. La lata de membrillo también se usaba para meter los papeles. Ahora casi todo el mundo tiene ordenador o un pequeño mueble, o una carpeta en condiciones, con cada papel separado según de lo que se trate. Pero antes, entre que no se sabía leer muy bien y que no hacía falta tanta burocracia para todo, los papeles se guardaban todos juntos en un sitio, que podía ser la lata de membrillo mismo. Allí estaban los papeles del médico, las escrituras de la casa, los papeles del seguro o cualquier papel que se suponía importante, aunque no se supiera muy bien por qué. Todavía resulta emotivo ver a algunas mujeres mayores que llevan una bolsa de plástico con “los papeles” de todo, cuando acuden a una administración a pedir la viudedad, la jubilación o un piso de VPO para su hijo el chico. La lata de membrillo de mi casa se utilizó para guardar momentos. Esa lata mohosa, negra con los claveles rojos estampados está llena de fotografías antiguas. Allí está mi abuela cuando era más joven de lo que yo soy ahora, mi madre cuando no tendría ni un año, mi padre haciendo la primera comunión, mi tía paseando su juventud por la Feria, mis hermanos cuando nos queríamos y nos peleábamos a partes iguales, amigos que ya no sé ni dónde viven, primos a los que ya apenas veo, gente del pueblo que no identifico con gente de ahora y que parece que sólo existieron en aquel tiempo. Fotos de ferias, bodas, cumpleaños, noviazgos, familiares y gente anónima, gente antigua. Muchos de ellos ya no están; se los fue llevando una enfermedad, un infarto, o se fueron apagando consumidos por el tiempo. Los que quedan cambiaron tanto que parece que no tienen nada que ver con aquellos de las fotografías de la lata. Momentos en blanco y negro, en sepia, en color; instantes del pasado más remoto y del más reciente que asoman al presente desde esa lata negra, cada vez que alguien la abre. Poco a poco casi todas las pequeñas cosas de aquel tiempo se fueron perdiendo. El paño de croché, la copa de cisco, el reloj de cuerda, el sahumerio, el olor de la comida lenta, la vieja radio, los viejos, la autoridad de los padres, el vestirse de domingo, el coche sin aire acondicionado, el televisor sin color, el comer con hambre, el disfrutar con tan poco. Pero si sabemos buscar en los aparadores viejos o en los cajones, encontraremos la lata de membrillo, testigo mudo de aquella época. Contenedores de un pasado que vivimos o que nos contaron, donde se guardan los momentos de aquellos que estuvieron aquí antes de que nosotros llegáramos. Cajas llenas de emociones, ilusiones, esperanzas y desesperanzas de una época de la que somos herederos o supervivientes. Ahora vivimos rodeados de cosas que suponemos grandes. De coches con caballos de sobra, ordenadores con potencia suficiente para gestionar la nasa, aires acondicionados capaces de refrescar un almacén de trigo, televisores planos con tantas pulgadas que podían servir como cine de verano, ropa suficiente para vivir dos vidas si hiciera falta. Pero a veces, en medio de tantos excesos, en medio del ruido y de la prisa de no saber adónde se va, uno tiene la necesidad de volver a abrir aquella vieja lata de membrillo y descubrir de dónde se viene. Y evocar en silencio a aquellos que nos precedieron en este ciclo vital, y a aquel tiempo en que se tenía tan poco que se le daba importancia a las pequeñas cosas; quizá porque tenían muy pocas… Pero todas eran grandes. Javier Vidal
©Javier Vidal

04 septiembre 2009

Operación Pandemia

Ya que uno se va haciendo mayor empieza a desconfiar cuando se insiste tanto desde los medios sobre algo que parece más propio de una película de Roland Emerich que de la vida real, y que encima la realidad camina en dirección contraria a los peligros y desgracias que nos pronostican. Les recomiendo el siguiente video y juzguen por ustedes mismos.