26 octubre 2008

El trágico drama de la salamanquesa menguante

A finales de agosto la vi por primera vez. Era una salamanquesa chiquitita que apareció por mi cocina. Resulta que tengo un respiradero en la despensa que no tiene rejilla y por ahí se me cuelan una o dos salamanquesas cada verano. Este año aparecieron dos casi a la vez. Lo mismo eran madre e hija o tia y sobrina o qué se yo de la familias de las salamanquesas; nunca he estado en el bautizo ni en la boda de ninguna de ellas.
A la grande la asesiné en un estado de arrebato u obcecación. Una vez entre en la cocina y sentí un albororotillo, miré hacia arriba y allí estaba ese reptil rabilargo andando por la pared de mi cocina. Ya sé que se comen los mosquitos, que es como el consuelo que dan las abuelas para que no te dejes llevar por el asco, el miedo, incluso el pánico. Pero a nadie le hace gracia tener en su cocina un logo viviente de lacoste, viviendo allí tan pancho y sin pagar alquiler ni nada...Bueno, voy a ser sincero: no me preocupaba que no pagara alquiler ni entraba en contradicicción con mis principios de antipijo. Es que en mi casa no hay mosquitos y me dejé llevar por el asco, el miedo, incluso el pánico. El caso es que sin pensarlo (ya he dicho que estaba en un estado de arrebato u obcecación) cogí la escoba, interrumpí su deambular cocinero, la despegué de la pared como pude un armándome de valor y desarmándome de escrúpulos, la despojé de su rastrera vida a base de escobazos.. Fue un momento muy trágico que para mis pesadillas se queda. En aquel momento me sentí como más hombre, como más valiente, como el rey de la selva. Pero después un sentimiento de vergüenza y de compasión se apoderó de mí. Después vinieron las excusas: que para que se mete en mi cocina, quién le manda a ella, el mundo es muy grande para que tenga que colarse precisamente por el respiradero de mi despensa, no había otro sitio por ahí, es que no hay otras cosas que hacer en la vida que meter las narices en un agujero en medio de una pared, es que hay que ser lambuza.. pues toma, por entrometida.... Pero lo cierto es que en el fondo me sentía muy mal. Me había convertido en un asesino sin yo quererlo; yo, que hasta me he planteado ser misionero, adónde voy a ir ahora con semejante mancha en mi historial.
Total, que cuando entré otro día en la cocina, ya repuesto de de mi crimen y me encontré a la sobrina de la primera, no pude más que alzar los ojos al cielo y exclamar desesperado: "por qué a mí, Dios mío, por qué a mi cocina?". Y evidentemente fui incapaz de entrar en estado de arrebato u obcecación. Dominé mis primarios sentimientos de miedo, asco y pánico y pensé que las abuelas tienen razón; que es una alegría tener una lagartija en la casa porque se comen los mosquitos. Pero ahí viene la segunda parte de este drama: mi compañera de piso no come mosquitos. O no se los puede comer; como es tan chiquitita no puede subir por la pared, se ve que el pegamento de los pies de las lagartijas es como la regla, que viene con una edad. Y claro, mi compi no tiene edad para segregar pegamento. Y ni se sube por las paredes, ni hay mosquitos en mi casa, ni esta mujer come mosquitos ni come nada. Y ahí me la encuentro cada vez más chiquitita y más poquita cosa, que me da hasta sentimiento verla. Sin comer, con una vida que la recien estrena para meterse en un agujero, quizá imitando a la impresentable de su tía, y se le queda reducida su existencia a arrastrarse por una cocina, escondiéndose como puede cada vez que escucha mis pasos.
Como no tiene casi fuerzas, desde que entro en la cocina hasta que se esconde detrás del frigorífico, me da tiempo de cogerla, leerle el quijote y de matarla a pellizcos o a base de chistes malos. Pero ahí está el drama. No soy capaz de matarla. Sé que hay otras alternativas, como hacerle tres comidas al día a base de moscas y mosquitos que yo cogiera en mis ratos libres. También puedo intentar una amistad hombre-salamanquesa e iniciar una convivencia como el santo ese de los animales. O también puedo dejar la radio encendida para que se entretenga mientras yo no estoy y pegar en el frigorífico una foto de los dos en un fotomatón y enseñarle a cocinar para que cuando llegue del trabajo me encuentre la comida hecha y alguien con quien comentar el día.... Todo eso lo puedo hacer, pero que quereis que os diga; yo soy muy tradicional para estas cosas. No me resigno a no tener una pareja como dios manda, que tampoco pido tanto. Y claro, una salamanquesa menguante, como que no, que yo me merezco algo mejor.
El caso es que este es mi drama, o mejor dicho, el drama de mi compañera de piso. Al principio, procuraba no pensar en ella para que no notara mi incomodidad, en plan "bueno, donde cabe uno caben dos, siéntete como en tu casa". Pero ya ha llegado a un punto la convivencia que se ha hecho imposible. Es insoportable ese momento en que entro en la cocina y rezo para que haya encontrado de nuevo el hueco de vuelta, o haya menguado que desaparezca, o haya experimentado una especie de combustión espontánea sin sufrimiento. Yo ya no puedo vivir así. Tengo demasiados escrúpulos como para cogerla entre mis manos y buscarle un lugar mejor para vivir que no sea mi casa; y no tengo valor para matarla como hice con su tía, o con su madre o con su cuñada.
En fin, que si alguien que me lee está interesado en adoptar una lagartija, o quiere satisfacer sus instintos asesinos pero sin hacerla sufrir, que se ponga en contacto conmigo. Ni cobro nada ni quiero nada por todo esto; yo lo que quiero es vivir solo, no preocuparme por ninguna lagartija menguante, tener una cocina sin nadie y llegar a viejecito sin preocupaciones.
©Javier Vidal

10 octubre 2008

Algo pasa

Algo pasa…
El pueblo ha amanecido hoy más fresco. En la plaza se oye el ras ras de un trabajador de la limpieza que con una hoja de palmera barre los restos del día anterior. Un viejo insomne fuma tabaco negro en la puerta del ayuntamiento apurando una mañana más las horas de sus últimos días. El coche del panadero toma la subida de la Iglesia en su cotidiana peregrinación matutina de reparto de las bolsas de pan recién hecho, que va dejando entre los cierros de sus clientes. Una furgoneta se para en la puerta de la plaza de abastos. La campana de la iglesia da las siete y el pueblo empieza a espabilarse con las primeras luces de la mañana. Viniendo desde Jerez, a la altura de Bornos, mi pueblo parece alguien orgulloso, que levanta altiva su cabeza en forma de torre, ondeando su manto de casas, mientras que toda la Sierra se desparrama a su espalda. De la furgoneta aparcada en la plaza de abastos sale un comerciante que descarga su mercancía y se entretiene charlando con otros que van llegando. El trabajador de la limpieza sigue con su ras ras, saludando a todo el que se acerca por allí: el que pasa ligero hacia el coche para no llegar tarde al trabajo; el jubilado que camina tranquilo hacia el bar Parada, a tomarse su cafelito, su copita y su cigarro; el que va a dar unas cuantas vueltas a la plaza para hacer un poquito de ejercicio antes de meterse en su oficina; el que va a abrir la casa Consistorial y enciende las luces de la planta baja; el municipal que da su vueltecita de rigor y confirma que todo va normal. Justo antes de las ocho una legión de trabajadores se mete en el Ayuntamiento como si vinieran de recogida de una noche de acción; y la plaza se va volviendo más poblada conforme las horas de la mañana van pasando. La vendedora de cupones instala su negocio en la esquina de las Angustias, en la puerta de lo que ha sido siempre una confitería, templo de engorde y disfrute; y que después (fíjate tú lo que son las cosas) se ha convertido en un centro de adelgazamiento. En la misma esquina donde todo el que pasa saluda, disimulando, a la Virgen de las Montañas. Alguien cuelga en el balcón del casino una bandera negra en honor del último vecino que nos deja. Un hombre con el que no teníamos mucha relación, pero al que nos habíamos acostumbrado a ver casi todos los días, andando por el pueblo y por la plaza; y que ya formaba parte de nuestros recuerdos, de nuestra vida y de nuestro paisaje diario, tanto como la plaza, la fuente y la torre. Uno más que formaba parte de esta gran familia de gente del pueblo, tanto que su enfermedad ha protagonizado los corrillos a media voz todos estos días, como ahora lo protagoniza la noticia de su muerte y a lo largo de la jornada lo protagonizará la hora de su entierro. La gran familia de gente del pueblo que mañana pasará a dar la cabezada a la hora confirmada y que después seguirá su vida normal, bajando por la subida de la Iglesia, dando apariencia de normalidad a la terrible sangría de adioses que es la vida. Después de la hora de comer la plaza se va llenando de padres y madres que vienen a pasear a sus niños, algunos recién nacidos, otros ya creciditos. Ahora que el tiempo refresca ya se puede pasar la hora de la siesta en la calle. Y mientras los más chicos duermen o lloran, los más mayorcitos desfogan dando carreritas con sus amigos nuevos. Y la tarde va pasando. Y a la plaza van llegando nuevos inquilinos. Los niños que han entrado este año en el Instituto y ahora se sienten mayorcitos y andan tonteando con las niñas y hablando de sus profesores nuevos. Dos hombres van dando vueltas de una palmera a la de enfrente y de la de enfrente a la primera, comentando las cosas que pasan en el pueblo y hablando un poco de todo y de todos, de que si fulanito se ha comprado una finca, de que si tal la quiere vender, de que hay que ver la crisis, de que los niños ya no respetan a nadie y de que dónde están los municipales para decirles que aquí no se deben traer la bicicleta. Dos hombres con su pantalón de tergal y su rebequita fina, dando vueltas por la plaza, reliquias vivas de un tiempo en que la única gimnasia que se hacía era dar vueltas entre palmera y palmera. Las campanas de las Angustias llaman a sus fieles a la misa y la plaza está más viva que nunca entre los niños dando voces, los padres comiendo pipas en los bancos, los jovencitos en la edad del pavo, los hombres que se sientan en la puerta del casino y los fieles que entran y salen de misa. Y uno se pregunta cuánta gente habrá pasado por esta plaza en los más de quinientos años que mi pueblo se llama como se llama. Cuántas mujeres habrán acudido a la plaza de abastos, como las de esta mañana; cuántos hombres se habrán sentado a la puerta del casino a ver la vida pasar, como los que se sientan esta tarde; cuántas declaraciones de amor de labios de jóvenes vestidos a la moda de cada época. Cuántos sueños, ilusiones, esperanzas y desesperanzas no se habrán paseado por esta plaza en todos los días que llevamos. Cuánta gente no se habrá retirado a su casa dejando en la plaza algo de si mismos antes de que la noche se echara encima, como eso que ha quedado de nosotros en la plaza hoy, antes de que esta noche encendiera la luz artificial de las farolas. Ya tarde sólo quedan dos mujeres sentadas en un banco, aprovechando que aún la noche no es demasiado fría, y ya sienten nostalgia de las largas noches de verano. Un borracho pasa sin rumbo, buscando calor. Y algunos muchachos que todavía no han empezado la universidad apuran el día de verano, aunque ya no sea de día ni sea verano. Desde la carretera de circunvalación, entre la entrada de la salida de Arcos y la de Prado del Rey, mi pueblo parece un animal tendido; peinado su lomo con los surcos que bajan paralelos desde la calle El Santo, como se peinan los viejos mientras que pueden. Con la luz anaranjada da la sensación de que hay que hablar bajito para no despertarlo y esa explanada que se extiende a su alrededor parece guardarle respeto en su madurez. En la plaza la quietud de la noche irremediable sólo se interrumpe por el eco de unos perros que ladran a lo lejos y la campana de la Parroquia, que marca las medias una vez y las enteras dos veces. En medio de la noche una moto rompe el silencio, pasa por la plaza y enfila la calle Botica en dirección prohibida, sin importarle el ruido ni las normas establecidos. Mientras el pueblo intenta dormir y soñar, dice adiós al día que pasó y se prepara para uno nuevo en el que todo habrá cambiado un poco. Día a día, poco a poco. Esto marcha así. Un día te despiertas y ves que todo ha cambiado a tu alrededor, y ni tú mismo eres el mismo de ayer, de hace unos años. Y uno se pregunta cómo no nos dimos cuenta. Ya se acerca el nuevo día. En el balcón del casino aún cuelga la bandera negra, cronista mudo de los que se van para no volver. El trabajador de la limpieza llega con su ras ras, arrastrando con su hoja de palmera las cáscaras de pipas y envoltorios de caramelos que dejaron los niños y mujeres que estuvieron ayer sentados en los bancos mientras la tarde se apagaba. El pueblo se va espabilando, pero ya no es el de hace años, ni el de hace meses, ni siquiera es el mismo pueblo de anoche. El ras ras sigue llevándose lo que queda de ayer. Algo pasa…
©Javier Vidal

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