07 diciembre 2006

Una historia como otra cualquiera I

La última vez que la vi le recordé que me debía tres euros. A mí me hubiera gustado decirle algo más lapidario, algo así como "devuélveme el rosario de mi madre y quédate con todo lo demás" o mejor "ojalá que me vaya bonito, aunque dudo de la calidad estética de un corazón apuñalado", incluso "contigo he perdido la última oportunidad de morir por amor y ahora he de vivir para odiarte". Me había ensayado una docena de frases a cual más profunda, algunas inspiradas en canciones que había escuchado alguna vez y otras, como ésta última, exprimidas de lo poco que quedaba de sentimiento en mi alma atormentada. Las había recitado una y otra vez delante del espejo del dormitorio de mi abuelo; el pobre no alcanzaba a comprender lo importante que aquel momento era para mí y me interrumpía constantemente con sus amonestaciones para que me fuera del cuarto y lo dejara dormir. Yo seguía mirando al espejo intentando parecerme a algún galán de cine y le decía "Tu intolerancia demuestra que no sabes nada del amor y sus desastrosas consecuencias"; y él ponía la radio cada vez más alta para molestar, hasta que mis padres nos mandaban a dormir.

Pues todos los ensayos y disputas con mi progenitor no sirvieron para nada. Aquel sábado por la mañana estuve casi dos horas en la puerta de la frutería a la que sabía que ella iba a acudir; cuando vi que se acercaba a lo lejos, puse en marcha mi plan: pensaba comprar cualquier cosa y tardar el tiempo justo para salir y encontrarme con mi ex‑amada, entonces suponía que intentaría pedirme perdón y me pediría que la dejara explicarse; sería cuando yo la dejaría hecha un trapo con una de las frases de mi amplio repertorio y ella entraría en la frutería sollozando mientras yo me alejaba por la calle perdiéndome entre el gentío. Me parecía una escena romántica... Entré y pedí un kilo de peras, pero la frutera me respondió extrañada que no era tiempo de peras; entonces debí caer en la cuenta de que todo iba a salir mal. Pedí dos kilos de pimientos y la frutera me preguntó que para que quería tantos pimientos, le dije que para hacerlos con arroz en amarillo, ella se atrevió a objetar que dos kilos eran demasiados pimientos, a mí me picó el orgullo ante tanto entrometimiento y le aclaré que a mi madre le fascinaba experimentar en la cocina, ella berreó mientras se reía que mi madre nos tenía a toda la familia a base de filetes empanados y coliflores, yo le dije que quién se había creído que era para ofender así a mi familia, aquella bestia se enfadó y a voces empezó a decir que mira que los aires que me daba, que si mi madre debía allí la compra de los dos últimos meses, que cualquier día íbamos a salir volando con tantas coliflores... En aquella indignante escena de la discusión con la verdulera entró aquella a quien tanto había amado y por la que tanto había sufrido. Se quedó mirando mientras salía con cara, supongo, de vergüenza ajena. Yo, que no quería pasar un día más sin recitar una de mis excelentes frases, busqué la más votada en un ranking que había hecho con la ayuda de mi abuelo. Pero me puse tan nervioso que se me quedó la mente en blanco y la cara como un tomate; empecé a sudar; notaba los granos picarme por toda la frente y lo único que acerté a balbucear fue: "me debes tres euros", ella no se enteró y lo tuve que repetir. "¿Que te debo tres euros? ¿eso es todo lo que tienes que decir?... ¡No sabía que valieras tan poco!" ¿Por qué me acordaría yo de esa estúpida deuda en aquel preciso momento?. Sacó tres euros del monedero y las arrojó al suelo. Juro que yo las hubiera cogido del suelo y tirado a la fuente o embarcado en alguna azotea en tono despectivo; pero las había tirado en tres monedas de cincuenta, cinco monedas de veinte, cuatro de diez y dos de cinco; y no era plan de ponerse allí a arrastrarse como una lagartija. Lo único que se me ocurrió fue poner cara de desprecio; pero fue en vano, más parecía que estaba haciendo pucheritos. Cuando se metió en la frutería me sequé con la manga del chaleco el sudor y el brillo de mi frente y aproveché para rascarme los granos; y, ya que lo tenía todo perdido, me arrastré como una lagartija para recoger tres euros en calderilla… Decididamente todo había salido mal.

... continuará. ( o to be continued)