Dudo sobre si sería en la campaña electoral de las
elecciones generales de 1989 o en las de 1993 cuando me cogió en Cádiz
estudiando la carrera, o ya acabada, en el segundo caso. El caso es que decidí
ir a los mítines de todos los partidos. Me gusta el arte de la oratoria; y
aquella era una “ocasión singular”, como la canción de Mecano. Fui al de Aznar
en los bajos de la residencia del tiempo libre, y la sensación que me daba era
que aquel hombrecillo era un empollón sin gracia al que las nuevas generaciones
aupaban con más ironía que admiración. De hecho, cuando a los
jovenzuelos aquellos se le deshacía la boca realmente era con una rubia del
Puerto a la que llamaban Teo, como si fuera realmente la protagonista y el otro
fuera un cantamañanas que por circunstancias del destino ahora le tocaba estar
arriba y ser aupado, aún sin muchas ganas.
También fui al de Adolfo Suárez, ya por entonces en el
CDS. Fue en una sala cerrada, muy poca gente; y la verdad es que el hombre
estuvo educado, serio y todo su discurso era en el tono de “ya sé que no me
vais a votar pero sería estupendo que me votarais”. Me cayó bien aquel hombre,
la verdad; aunque también haciendo honor a la verdad, daba un poco más de
lástima que otra cosa.
El mitin de Felipe González fue en la plaza de la
catedral. Llovía copiosamente pero allí que salió el alcalde Carlos Díaz debajo
del chaparrón dando saltos y clamando por la libertad de expresión y por las
libertades en general, en aquella ciudad que había sido cuna de eso mismo.
Cuando empezó a hablar ya fue escampando y en las pantallas iban enfocando al
presidente, que iba llegando a la plaza. Entonces ya la gente no atendía a
quién hablaba ni nada. Todo era ver cómo en las pantallas gigantes la gente por
la que iba pasando González le daba la mano, se abrazaba, le pellizcaba los
mofletes… En aquel discurso triunfal Felipe dominaba como nadie la oratoria,
midiendo concienzudamente los tiempos, los silencios, las subidas y bajadas de
tono, las palabras, la emoción. Evidentemente ayudaba aquel público entregado y
el juego de artificios que servía de soporte al mitin. Allí sacó pecho de las
pensiones, de la sanidad pública, de la España que había entrado en
Europa y que había celebrado con arte y salero los juegos olímpicos
de Barcelona y la Expo de Sevilla. Debo confesar que en algunos momentos me
emocioné, la verdad. Había unos hechos irrefutables de fondo; y González
dominaba perfectamente el discurso. He de confesar con tristeza que en las
ocasiones en que lo he vuelto a escuchar, ya sin ser presidente, me ha
decepcionado un poco. Ya ha salido a soltar un discurso errático, como sin
preparar, como si ya estuviera de vuelta de todo. Si antes medía perfectamente
las subidas y bajadas de tono, ahora no hay aparición pública de este hombre
sin su salida de tono, ya marca de la casa. Pero aún así él sabe, y
yo admito, que cada vez que habla, todos escuchamos atentamente porque seguro
que dice algo original, lúcido y necesario.
Y he dejado para el final, a modo de homenaje, el
mitin de Julio Anguita. Fue en el parque Genovés. Antes del mitin,
mientras que se iba llenando y terminaban de montar aquello, estuvo sonando el
primer disco de Tracy Chapman, que por cierto me lo sabía entero
porque lo tenía en casa y lo tenía todo el día puesto. Creo que es importante
que en el previo de los mítines haya un gesto de complicidad con el auditorio con
detalles como éstos, antes que poner la machacona sintonía oficial de cada
partido. Y la canción “Talking about revolution” erizaba el pelo sin necesidad
de que subiera nadie allí. El discurso de Anguita fue el que más honesto me
pareció de todos. Fue muy didáctico; recuerdo que explicó, como si fuera una
clase del instituto, lo que era la inflación, el PIB, las curvas de oferta y
demanda, la tasa de desempleo…, todo para llegar a las conclusiones
indubitables a las que él llegaba siempre. Este hombre tiene también la virtud
de que cuando habla todos escuchamos, porque su mente es lúcida (o era,
desgraciadamente), su discurso, claro; y sus afirmaciones, tan tajantes que el
que necesite una seguridad en este maremágnum de información y de opinión, ahí
tiene una salida sencilla agarrándose a ese su discurso tan bien planteado.
Precisamente por eso, cuando lo he escuchado, siempre lo he hecho deseando que
me convenza; y dejarlo todo para seguirlo y amarlo, ya que él siempre lo ha
tenido todo tan claro. Lo reconozco, soy débil y necesito también un mesías que
me de las cosas masticaditas. Desgraciadamente todo es más
complicado; a pesar de que era un placer escucharlo, caía bien,
decía cosas originales, atrevidas y rompedoras, el discurso general flaqueaba
en algunos sitios, y hacía aguas en otros. En cualquier caso siento mucho que
desaparezcan este tipo de personas honestas, lúcidas, críticas, originales y
buenas. Que Dios me perdone pero para mí una persona que es de izquierdas ya
tiene para mí un plus de bondad natural, de bonhomía y de buena gente. Siento
mucho que ya no pueda escucharlo más desde su salita, con ese aire de maestro
retirado y afable que nos ayudaba a poner un poco de luz, de orden, de sensatez
y de honradez en el caos en el que está inmerso el debate
público. Supongo que con el tiempo seguiremos perdiendo gente
interesante, inteligente y tan necesaria; y en su momento lamentaremos dichas
pérdidas. Pero hoy mi cariño, mi rabia y mi pena van para Julio Anguita, a
quien, desgraciadamente para todos aquellos que queremos pensar libremente y
que nos buscamos entre la multitud, a partir de hoy ya no
encontraremos.