03 septiembre 2010

Ana cerró los ojos

Ana cerró los ojos. Aquella mañana se había levantado más temprano para ir al Rosario de la Aurora. Aunque no mucho más temprano que la mayoría de los días, ya que no recordaba una mañana que se hubiera levantado después de las ocho; encima, con las calores de las últimas noches, el runrún del ventilador y los mosquitos había dormido a saltos. Después del Rosario fue a las compras: leche, pan, pescado y unos botones que le hacían falta para una rebeca que le estaba haciendo a su nieta, que al final no se la querrá poner, ya a los niños de ahora les gusta otra ropa. Al llegar a casa se puso a hacer la faena. Una cosa rápida porque la casa era chica y a principios de verano le habían hecho un “encalijo” y habían pintado los cierros; así que limpiar el polvo, un barrido ligero y fregar el suelo del corredor y de los dormitorios; menos el de su Juan, que aún no se había levantado. Con treinta y seis años aún seguía soltero; aunque ella había hecho lo imposible para que estudiara, su “chico”, como lo llamaba, había abandonado los estudios muy pronto. Y claro, primero estuvo yendo a unos cursos pagados del ayuntamiento y a otros cursos del sindicato, pero acabó en la construcción. Tampoco es que hubiera trabajado mucho, pero con esto de la crisis las poquillas cosas que le iban saliendo se acabaron. Y ahora llevaba lo menos dos años parado. Su Juan, su “chico”, su preocupación más grande, sin trabajo, sin asentar la cabeza, qué iba a ser de él cuando ella faltara, quién le iba a hacer de comer, a hacerle la cama, a comprarle ropa, a aconsejarle. Después de la faena se puso a preparar la comida, unas lentejitas y unos boquerones fritos, y gazpacho que quedaba de ayer. Cuando lo tuvo todo listo serían las doce y pico. A esa hora se sentó en una silla frente a la tele y se puso con el traje de gitana de su nieta. Con unos cuantos arreglos serviría perfectamente aunque fuera el del año pasado, tampoco había crecido tanto la niña. Y con lo buena mocita que era y lo bien que le iba a quedar el traje seguro que iba a ser la más guapa de la feria. Pero al ratito de estar allí sentada, con el traje entre las manos, cerró los ojos. Se acordó de su marido el pobre, que se murió de pronto, sin ver a su nieta. Se acordó de cuando lo conoció, lo cortado que era el hombre, sus domingos de paseos por la avenida y el puente de los hierros comiendo pipas, su boda tan sencilla, un desayuno con dulces y bizcochos, comparada con la que se lía ahora; su viaje de novios que fueron a Sevilla en el correo y estuvieron tres días en un hotel precioso o al menos así lo recuerda ella. Se acordó del trabajito que les costó salir para adelante con los dos niños. Él, trabajando toda la vida en el campo, echando más horas que un reloj. Cuando se vino a jubilar apenas quedaba la sombra de lo que fue. El muchacho guapetón se había convertido en un viejo consumido y tan sin vida. Por eso, cuando no llevaba ni dos años jubilado, se murió así tan de repente. Ella tuvo más suerte porque empezó muy joven a trabajar sirviendo en una casa de una gente muy buena con ella. Cuando se murió la señora, se acabó el trabajo también. Pero nunca le habían faltado casas para limpiar y para encalar hasta prácticamente hace unos años, que vio que no podía más con su cuerpo. Con lo poquito que le quedó de su marido y el poquito que le ha quedado a ella podía sobrevivir perfectamente; aunque con su Juan metido en casa y sin trabajar era todo más difícil. Por poco que gastara, que gracias a Dios el muchacho no era mal hombre, había que darle dinerito para que se comprara tabaco y que tuviera para sus cosillas. Por eso, en el Rosario por quien más le había pedido a la Virgen era por su “chico”. Con el traje de gitana entre las manos y los ojos cerrados también se acordó de su nieta, tan guapetona y tan lista; y con ese nombre tan raro que su hija le había puesto, que hasta a ella misma le costaba trabajo pronunciar. Cuando estaba embarazada y supieron que esperaba niña al pronto pensó que le iban a poner Ana, por su abuela. Le hubiera hecho mucha ilusión y lo daba por hecho. Ella a su hija no le puso Ana, sino el nombre de su suegra; pero ahora por lo visto se le ponen otros nombres más modernos. Por eso cuando se enteró cómo le iban a poner al final a su nieta no dijo nada, se calló como había hecho tantas veces. Y desde que nació la quería con toda su alma, y le daba cien besos cada vez que la veía, que hasta a la niña le daba vergüenza cuando le cogía en la calle y la veía la gente. Así que por su nieta también pidió en el Rosario para que estudiara mucho y le saliera un buen novio que la quisiera de verdad. Ahora que la Virgen estaba en el pueblo parecía que la iba a escuchar mejor. Así que además de su por su hijo le pidió por su hija, su yerno, su nieta, la suegra de su hija que estaba mala la mujer, y por el hijo de la vecina que tenía unos exámenes ahora. También le pidió para que se arreglara la crisis esa, y por los niños que se morían de hambre y que salían en el telediario… Se olvidó pedir por ella misma. Aquella mañana después de ir al Rosario para pedir por toda su gente, de hacer las compras, las faenas de su casita y de preparar el almuerzo, Ana se puso a arreglar el traje de gitana de su nieta. Cuando había dejado todo hecho y arreglado, antes de que se levantara su “chico”, antes de que llegara la Romería de ese año, antes de que el tiempo siguiera su carrera insaciable, Ana cerró los ojos. Pero no los abrió más; se quedó como dormida, mecida entre sus recuerdos, entre sus esperanzas y sus pesares. Se fue de un mundo al que cada vez pertenecía menos; y de una vida que nunca le había pertenecido porque la entregó a los suyos, trabajando desde que cumplió los catorce años y entró a servir en una casa extraña hasta que cerró los ojos una mañana de septiembre, con un traje de gitana entre las manos y el sueño de que una niña con un nombre raro fuera la más guapa de la feria. Javier Vidal Nota del autor: La protagonista de esta historia no es real. No se refiere a ninguna persona concreta, aunque todos podemos tener en mente a una mujer que pueda encajar más o menos en la historia. A todas ellas va dedicado este escrito. ©Javier Vidal