05 julio 2007

Recuerdos

En la vida morimos dos veces; cuando muere nuestro cuerpo y cuando muere la última persona que nos recuerda Llegué a mi casa con la misma mezcla de siempre; mezcla entre entusiasmo y desidia. El entusiasmo de ver de nuevo a mi madre y comprobar que no ha pasado nada malo y la desidia de saber que con este tipo de vida lo único que podría ocurrir que se saliera de lo normal era una desgracia; y que después de diez minutos sentado allí iba a caer de nuevo en la cuenta de que el fin de semana iba a ser demasiado parecido al anterior y al anterior y al anterior y a todos los fines de semana de los últimos años.
Aparqué el coche, saqué las gafas; y mientras me dirigía a la puerta comprobé a través de la ventana que el televisor, esa especie de lumbre de final de siglo, estaba encendido: buena señal. Besos y saludos de rigor y sentarse a esperar a que mi madre terminara de freír las croquetas mientras le echaba un vistazo al correo bajo el murmullo de las noticias del canal sur. El correo parecía bastante frío y desapacible, como siempre: cartas de bancos informándote de las veces que has sacado dinero a la vez que aprovechan para comunicarte una interesante oferta de crédito al instante o una cubertería con remates dorados para pagar en cómodos plazos. Pero esta vez, entre aquel montoncito de sobres impersonales se destacaba una carta sin remite y con mi nombre de pila escrito a bolígrafo. Soy tu memoria. Estoy programada para recordarte que hace muchos años un gran grupo de amigos (¡y algo más!) dijeron en el antiguo bar de Martelito: "Tenemos que reunirnos a finales del año 1.999 para despedir el año, la centuria y el milenio". Ha pasado mucho tiempo pero sería estupendo volvernos a ver. Ajustándonos un poco a las necesidades de cada uno, lo mejor sería encontrarnos el día 1 de Enero del 2.000 (sábado) para merendar en el que hoy es el "Bar Martelito" (Avda. de la Feria) a las 5:00 h. Si queréis ir acompañado por algún familiar, amigo, etc. puedes hacerlo. Nos vemos ¡Felices fiestas! ¡Vaya sorpresa! No me esperaba esto en absoluto. Efectivamente, así había sido; una tarde, hacía ya catorce años, alrededor de una de las mesas de lo de Martelito habíamos decidido lo emocionante que sería encontrarnos a finales del milenio para contarnos nuestras vidas. Por entonces pensábamos todavía que nuestra vida iba a ser emocionante. Nos juntábamos un grupo de gente metidos hasta el cuello en la etapa religiosa por la que supongo que pasamos todos más o menos en algún momento de nuestra vida. A la gente que coincidimos en aquella época nos dio fuerte eso de la religión y estábamos todos los fines de semana ocupados; reuniones los viernes, los sábados a repartir comida en algunas casas del pueblo y el domingo prolongar la misa con una oración, una charla en el atrio y alguna que otra conversación pretendidamente profunda; eso cuando no teníamos ejercicios espirituales, o íbamos a otro pueblo a cualquier otra historia parecida. La excusa era la religión, la fe en el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, en Santa María del camino y la amistad profunda y mística con el amigo que nunca falla; pero lo cierto es que cada misa, cada reunión, cada oración comunitaria iba seguida de una cervecita con tapita incluida en algún bar del pueblo; y como había que barrer para casa casi siempre acabábamos en lo de Martelito, que era del padre de uno de nosotros. Con el tiempo algunos se separaron del grupo y fueron viniendo otros de edades inferiores pero igual que nosotros. El caso es que al final lo que era un grupo religioso se fue convirtiendo en una pandilla intergeneracional de amigos. Supongo que éramos un grupo raro, no sé si éramos especialmente divertidos o especialmente aburridos pero especiales sí que éramos. Y todos esos seres especiales que se habrían encontrado solos e incomprendidos en un mundo hostil, pusieron remedio a esa posibilidad en el momento en que fueron a dar con la horma de su zapato, que era un grupo de gente igual de extraña. Por eso cuando recibí la carta misteriosa sentí esa especie de distancia y seguridad de saberme lejos de aquello y sentir toda esa época como algo pasado; pero también me alegré de verdad de haber encontrado en algún momento de mi vida a toda esa gente extraña que ahora me recordaba, que danzaban en mis recuerdos y de cuyos recuerdos yo también formaba parte. Quizá catorce años son todavía pocos años, pero estoy seguro que el tiempo que nos acecha amenaza con hacer justicia algún que otro día y convertir un recuerdo vago que ahora creemos inútil en otro paraiso perdido. Con el paso del tiempo iremos apareciendo unos y otros en esos chispazos que te vienen de vez en cuando sin venir a cuento, sonreiremos de pronto al recordar aquella vez que fulanito tropezó, o Andrés dijo aquello tan ingenioso o la vez en que Tere se quedó incrustada en la ventana o Mili, una vez más, rompió el hielo con su frescura. Pero sonreiremos solos, en un entorno completamente diferente, en algún autobús urbano rodeados de jubilados, en medio de un atasco, en medio de otra vida que nunca imaginamos para nosotros. Y poco a poco aparecerán aquellos recuerdos a veces alegres y a veces tristes, aparecerán de nuevo esas caras que creíamos olvidadas y añoraremos aquella época, como se añoran todos los tiempos pasados, endulzados y magnificados con la justa distancia del tiempo. Por eso me alegré de recibir la carta, por eso me emocioné en cierto modo, por eso volví a recordar, antes de que hubiera pasado el tiempo necesario para olvidar, a toda esa gente, a todas esas caras, a todos esos momentos. El uno de enero a las cinco de la tarde ni que decir tiene que está uno aún con el atontamiento de la resaca, con el estómago como un alien en tu abdomen y la cabeza revolucionada sin haber asimilado el tute de la noche anterior. Me llevé la cámara de video por aportar algo y por hacer alguna toma interesante y porque, aunque todavía no lo percibía como tal, sabía que aquel momento era importante, histórico. La gente fue llegando poco a poco. En realidad no habíamos cambiado mucho; algunos se habían casado, tenido hijos, engordado... pero nada anormal, lo típico. Además, aquella amistad de entonces había perdurado en la mayoría de nosotros, por lo que habíamos ido asimilando en su momento que Pepe y Toñi eran ya una familia, y Flor y Víctor, y Laura y Jacobo y Montes y Mercedes y Mari Carmen y Diego; y cada uno con sus respectivos hijos, casi todos llamados Pablo, o Pablo David, o David Pablo, o todas las variantes de nombres que sonaran místicos a la par que elegantes. Habíamos asimilado en su día que Alejandro se metiera a cura y Ramón lo mismo; y nos habíamos acostumbrado a verlos de pascuas a reyes vestidos con ese cuellecito blanco en camisa gris que se ponen los curas que quieren parecer abiertos. Habíamos asimilado que éramos capaces de ser malos, que éramos capaces de ser grandes en algún momento y que éramos capaces de llegar a ser muy pequeños, en otros. Pero lo que quizá lo que no habíamos asimilado todavía era que la vida no es tan impresionante como te la pintas cuando eres un adolescente, que la vida es algo demasiado sencillo para rellenar una película o una mala telenovela. Que hace catorce años casi todos teníamos padres y madres y ahora, mira. Que hace catorce años no teníamos trabajo y ahora, mira. Que hace catorce años no teníamos ni novio, ni hijos, ni sobrinos, ni cámara de video. Que hace catorce años no teníamos catorce años más, ni lágrimas pendientes, ni arrugas en la frente, ni la cabeza teñida de canas. Pero ahora, aquí estamos, como si nada hubiera pasado; con catorce años más, sin padres, con hijos, con cámara de video y la sombra de un mal momento marcado en la mirada como una cicatriz. Pero aquí estamos, los de entonces, los mismos; con la misma vida pendiente, con los mismos temores de entonces vestidos de limpio para la ocasión, los sueños de entonces reconducidos por otro camino o por el mismo, los mismos rostros, las mismas penas y el mismo olor corporal disfrazado de colonia de mayores. Pero eso era todo: lo mismo, igual; los mismos, catorce años después. Cuando llegué ya estaban allí casi todos; me puse nervioso, sin saber si dar la mano o un abrazo. Me puse a dar la mano a los tíos y un beso a las tías; como era el primer día del año quedaba todo muy natural. Lo que pasa es que con los nervios del recién llegado y la luz de la ventana de enfrente apenas fui consciente de a quien saludaba. En cuanto aquel trámite acabó me fui al final de la mesa, saqué la cámara y camuflado detrás del objetivo empece a disfrutar en privado de aquella reunión. Allí estaban todos, con esa cara de buena gente que Dios nos había dado, o la que se nos había quedado después de tanto tiempo con Dios. Alejandro, hablando con esa solemnidad innata, Martelito, con su cara de niño adorable; Maricarmen, con ese misterio en su mirada, que andaba detrás de Pablito, Andrés, diciendo gracias como siempre... Todos, o casi todos, porque no iban a venir ni Laura, ni Mili, ni otros que pasaron por la pandilla demasiado poco tiempo para crear vínculos de amistad. Después llegó Rosi Silva, llegada muy bien recibida, puesto que era quizá la que mantenía una vida más alejada y desconocida. Después llegaron dos, un chico y una chica, saludando a todos en general, así como si nos conocieran a todos. Supuse que eran los primos de alguno de nosotros, los típicos primos que se presentan en época de fiestas y no sabe uno dónde meterlos. Sonreían a todo el mundo pero en realidad no parecían tener trato especial con ninguno. Estaban hablando con Alejandro porque se habían sentado junto a él, pero no parecían ser familia de los Holgado ni tener relación especial con nadie de nosotros. Quien fuera el que los había traído los había dejado plantados allí, sin atenderlos. Pero resultaba curioso verlos con esa cara de querer agradar, y con ese estilo de vestir y esa mirada dulzona, que parecían realmente uno de nosotros.
Cuando todos terminamos de llegar y de sentarnos pedimos un café con pastitas, en mi caso un colacao, y nos pusimos a hablar con los que teníamos a la vera. En mi parte estábamos los que realmente no habíamos dejado de ser amigos, tanto que nos habíamos visto el día antes, y la semana antes y el año antes. Pero por eso era más emocionante; porque dentro de aquel grupo de amigos nos habíamos sentado juntos los que éramos más amigos todavía, a lo mejor porque éramos muy cómodos y no teníamos ganas de hablar a la fuerza, porque queríamos tener la tranquilidad de hablar sólo si teníamos ganas y porque, en el fondo, teníamos ganas de sentarnos simplemente y disfrutar de aquello como de una película, con la complicidad del silencio sin sentimiento de culpa que te da la verdadera amistad. Y callados estábamos, saboreando el colacao y el momento y comentando de vez en cuando la última escena. –“¿Te has fijado cómo va vestida aquella?, se habrá creído que venía a la entrega de los oscars”- -“¡Mira aquél, con el tiempo se le ha quedado la cara como si no comprendiera nunca nada”- -“¡Por favor que alguien le hable a aquella parejita! ¡que están deseando ser amigos nuestros!”- Llevábamos ya un rato y yo con mi cámara había ya grabado a la gente por todos los lados. El comentario de todos era que saliera ya quién había mandado la famosa carta, porque todas las sospechas parecían estar equivocadas: no había sido ninguno de los Holgado, ni Martelito, ni Toñi ni Flor, ni Domingo. ¿Quién, entonces? Una verdadera incógnita y una insoportable incógnita porque todo el mundo había celebrado la decisión de la carta y no había motivos para ocultarlo. Como ya nos habíamos terminado el café y las pastas y habíamos dicho casi todo lo que uno puede decir después de catorce años, alguien empezó a decir que contáramos cada uno qué había sido de nuestras vidas. Al pronto se hizo una especie de silencio en el que supongo que todo el mundo aprovechó para pensar si merecía la pena hablar de aquello, si resultaría interesante y si sería capaz de hablar en público. Pepe Sánchez fue el primero que dijo que se negaba en redondo a decir que es lo que le había pasado en su vida. El resto de la gente no reaccionamos tan pronto a aquella sugerencia y nos quedamos pensando todavía en la pertinencia de nuestra intervención. Fue Rosi Silva, la que más pegaba que hablara, la que se levantó y contó que se había casado, que había tenido dos o tres niños cuya foto enseñó; tres niños como todos los niños del mundo asomándose desde un monedero de mujer mayor. Y que se había alegrado de encontrarnos de nuevo a todos juntos y que aquello había que repetirlo. Todos aplaudimos de corazón y esperamos que saliera el siguiente; pero no salía nadie. Yo creo que todos esperábamos en el fondo que hablara Alejandro, que había sido prácticamente el director espiritual del grupo, como el hermano mayor de todos y creo que todos imaginábamos que había sido él el de la carta; pero seguía asegurando que no había sido él y seguía insistiendo en no salir. Murmullos, voces, gente anunciando que se tenía que ir y un coro general reclamando que saliera a la palestra el que se había dedicado a mandar las cartas a todo el mundo. Cuando ya parecía que todo se iba a acabar sin que saliera el responsable, se levantó desde el fondo de la mesa el tipo aquel que venía acompañado de una chica y que casi todos supusimos que era el primo no atendido de alguno de nosotros. Se terminó de incorporar ante la sorpresa mal disimulada de todos los asistentes y empezó a hablarnos como si nos conociera. -“Bueno, antes que nada, perdonad que hayamos mantenido la intriga hasta el final. Ana y yo (miró hacia la chica que lo acompañaba) hemos sido los que hemos mandado las cartas”-. Respiró un poco esperando un gesto de alivio entre los asistentes, o una pitada, o algo de calor. Pero la estupefacción de todos se podía cortar. –“Supongo que todos os acordaréis de aquella tarde que estábamos en lo de Martelito y prometimos encontrarnos a finales de milenio. Pues, bien, eso ha sido lo que hemos hecho; cumplir aquella promesa.”- Como la audiencia seguía muda, él siguió hablando para evitar el silencio de aquellos rostros que no sabían todavía como reaccionar. –“Desde entonces ha llovido mucho para nosotros; estuvimos estudiando Filología en Valencia, después cogimos una beca y estuvimos un año en Alemania, ahora seguimos viviendo en Valencia porque a mi me salió trabajo en un colegio privado y Ana está trabajando en una guardería.”-
Estábamos todos escuchando sin comprender todavía nada de aquello pero, con la habitual educación que nos caracteriza, todos mirábamos y sonreíamos como si también los conociéramos y agradeciéramos que nos contaran su vida. A hablar no acertábamos todavía. -“Hemos estado algunos veranos en Taizé pero hemos ido siempre con la gente de Alicante. Prácticamente desde que empezamos la carrera hemos vivido juntos, pero ahora que a Ana le ha salido el trabajo hemos decidido que ya es hora de sentar la cabeza y nos vamos a casar en Abril. Y por eso más que nada teníamos interés en que nos reuniéramos hoy: para compartirlo con vosotros, con los que hemos compartido tan buenos momentos y para deciros que estáis invitados a la boda.”-
Miró a la gente esperando un gesto de aprobación y los que nos creímos más responsables lanzamos una especie de exclamación, como fingiendo una alegría a la que nos negamos a buscarle una razón. El chico desconocido captó la incomodidad del momento y se mostraba aún más desconcertado ante la reacción de la concurrencia que la propia concurrencia ante lo extraño de sus palabras. Quiso poner punto y final a su incómoda intervención “Todavía no sabemos si nos vamos a casar en Valencia o aquí en Villamartín; intentaremos aquí por nuestros padres y nuestra familia y... cómo no, ¡por ustedes!; pero no lo tenemos claro todavía. En cualquier caso, nos gustaría que estuvieseis... Y nada...”- Se sentó a compartir el silencio desde un sitio más bajo. Silencio que duró poco pero a todos se nos hizo una eternidad. Al momento un relajante murmullo se iba haciendo más y más patente. El comentario en otras partes de la larga mesa supongo cuál sería; en mi parte, Buho, Fernandito, Pepe, Domingo... todos nos miramos sin atrevernos a hablar sin antes haber terminado de digerir aquella situación extraña. Pepe, como siempre, la digirió antes que ninguno. -“Quiénes son esa gente, Dios mío”-
Después de aquella breve introducción al coloquio todo fue un divagar, derivar, discurrir y un desvariar sobre quiénes podían ser aquella gente. Al principio, todos hablábamos en plan serio, después empezamos a hacer bromas y al final todo volvió a la normalidad: el sentido de la vida, el sinsentido del tiempo, la relatividad de las cosas y la dimensión de la que procedían aquellos dos individuos. Observamos que los dos desconocidos que nos conocían se levantaban como despidiéndose, dándole la mano y besos a los que tenían alrededor. Cuando terminaron se dirigieron a la concurrencia en general. -“Bueno, lo dicho, que os queremos ver en nuestra boda. ¡Hasta entonces!. (El chico se dirigió mí) ¡Javier!, que a ver si otro día nos vemos con más tiempo y hablamos con tranquilidad. ¡Hasta otra!”- ¡Aquello fue el desplome de la luna sobre mi cabeza!. Aquel tipo no sólo decía conocernos, sino que sabía mi nombre y por el comentario, parece que había una especial amistad entre nosotros. Se dirigió a mí como si hubiéramos sido muy amigos y la cara que puso parecía realmente demostrarlo, a no ser que fuera un farsante de cuidado, aparte de un actor estupendo. Los que estaban a mi lado se rieron de la cara de qué significa todo esto que se me había quedado. Cuando se terminaron de ir, todos nos levantamos y nos pusimos a preguntarnos unos a otros, sin disimulo, quiénes eran aquellos dos. Pero nadie, nadie los conocía. A todo el mundo les resultaban familiares, pero conocerlos, nadie. El nombre de la chica lo supieron todos: Ana, porque lo dijo su acompañante. Pero el nombre del chico era un misterio. Y era un misterio quiénes eran ellos, quienes eran su familia, a santo de qué parecía que nos conocieran tan bien. Todos estábamos con la cara de sorpresa, sin poder despojarnos de ella. Y con ese misterio nos fuimos a otra cafetería los que quedamos, que seríamos la mitad de los que iniciamos la tarde. Al principio seguíamos dándole vueltas al misterio de aquella tarde, pero poco a poco empezamos a hablar de otros temas, hasta que al final, medio sedados por las cervezas que nos habíamos tomado, decidimos que ya no nos quedaban ganas de hablar y que estábamos mejor en nuestras casas. Quedamos para salir más tarde, ya los amigos habituales de los últimos años. Así lo hicimos; dimos unas cuantas vueltas por ahí, unas cuantas cervezas bajo las conversaciones de siempre a la que se le había añadido como un tema más el caso de los dos desconocidos. Bajo el efecto de la luz mortecina de la cafetería, la intimidad, la amistad de siempre y las ganas de hablar por hablar, vimos aquel caso desde todos los prismas posibles, le dimos todas las explicaciones razonables posibles... Aunque en el fondo creo que todos pensaban como yo: que no había explicación posible y que nada razonable podía dar amparo a lo sucedido con aquellos dos desconocidos. Dimos por terminada la primera velada del año antes de lo habitual, serían las tres o las cuatro. Llegué a mi casa y me di cuenta de que me había recogido demasiado pronto ya que no tenía sueño. Saqué la cámara de video y empecé a ver lo que había grabado aquella tarde. No podía relajarme porque cada vez que el objetivo sobrevolaba por los dos extraños, de nuevo me envolvía la insoportable sensación de no comprender nada, recordaba de nuevo el discurso de aquel desconocido y el saludo final, dirigiéndose a mí y esperando poder hablar un día conmigo y con más tiempo. Lo que dijo lo tenía grabado y lo escuche otra vez. Y mientras más miraba aquellas imágenes más familiares me resultaban aquellas caras; aunque me pasa mucho que veo a alguien una vez; lo vuelvo a ver tres minutos después y me da la impresión de que lo conozco de toda la vida. Por eso no me fío de mis recuerdos... Por último vi el repaso final que hice con mi cámara por todo el local, justo antes de irnos. De nuevo veía aquellas cara y la sensación de conocerlos era cada vez más fuerte.
Apagué la cámara, la televisión y me fui al dormitorio. Encendí la luz de la mesita de noche y me metí en la cama. Ya iba a apagar la luz y dar por acabado aquel día cuando recordé que tenía varios álbumes de fotos de aquellos años que esa tarde habíamos rememorado. Y sin estar muy convencido, decidí echarles un vistazo para coger el sueño. Unos cuantos álbumes de fotos chicos, de esos que te dan cuando revelas un carrete y que recogían en papel kódak las imágenes y recuerdos de aquellos años. Abrí el primero; era de un fin de semana que nos fuimos a hacer ejercicios espirituales a la ermita de Las Montañas; en la primera foto aparecía yo en un primer plano de mi oronda cara adolescente, poseído (literalmente) por el acné; intenté adivinar quién era el que se veía detrás, en un segundo plano y con gesto de iniciar una carrera hacia el objetivo de la cámara... No podía estar seguro, pero juraría que era el chico que había estado en Valencia y se iba a casar con una tal Ana; me asusté y pasé la página. Las otras dos fotos eran de grupo; todos estábamos en la escalera de entrada a la ermita. Empecé a reírme al ver las caras que teníamos todos; pero de pronto se me cortó la respiración. No había lugar a dudas: en la fila de delante mía estaban aquellos dos desconocidos que decían haber enviado la carta; él miraba hacia la cámara y ella (Ana) charlaba animadamente con Flor. En la otra foto de grupo el desconocido hacía un gesto como de iniciar el vuelo y todos reíamos la gracia. Pasé a las siguientes fotos y de nuevo me dio un vuelco el corazón. En una de ellas estábamos el chico desconocido y yo con los brazos echados sobre el hombro del otro; se veía que no era un gesto de un momento, sino algo muy sincero y muy llano que delataba una amistad de verdad, infranqueable, diría yo. En la otra foto, los dos, el tipo desconocido y yo, cogíamos en brazos a la chica (a Ana) y ella miraba a la cámara como si fuera la más feliz del mundo en aquellos momentos. Fui pasando más y más fotos de aquel álbum y en casi todas aparecían los dos desconocidos, en parecidos gestos de cordialidad y cotidianidad. En los otros álbumes la cosa fue igual: el primer viaje a Taizé, las barbacoas de los domingos en los campos familiares y en el “campo de Dios”, como nos gustaba llamarle, el segundo viaje a Taizé, las retiradas místicas en el hospital, en el molinillo... En casi todas las fotos aparecían los dos, Ana y el chico. Y en todas las fotos quedaba patente que no eran dos desconocidos sino que eran dos más de nosotros; y muy apreciados, por la actitud y las miradas que delataban las imágenes petrificadas por el papel kódak. Durante toda la tarde me había estado preguntando qué podía haber pasado, qué explicación se le podía dar al caso de los dos desconocidos. El tema había pasado por varias “comisiones de expertos”, sedados por la cerveza y el colacao; pero no habíamos dado con la solución. Porque nadie conocía a aquellos dos desconocidos. Ahora, al llegar a mi casa, los álbumes antiguos, los recuerdos impresos y plastificados parecían revelar la verdad, la única verdad que superaba en credibilidad y dejaba en entredicho a nuestros propios recuerdos. La explicación razonable, lo incontestable estaba impresionado a color y guardado en un montón de álbumes de esos que te dan cuando revelan un carrete: aquellas dos personas habían pasado por nuestras vidas, habían formado parte de nuestra adolescencia. Y entre nosotros había existido una amistad, certificada por unas cuantas fotos. Y que nadie se acordara de ellos es un hecho; pero también es verdad que no mentían, que alguna vez formaron parte de nuestras vidas y que hace tan sólo catorce años fuimos amigos. Aquella noche, a la suave luz de la mesita de noche, me fui asomando a cada fotografía como por una pantalla de cine en la que uno sabe que en algún momento saldrá la palabra “fin” y se encenderán las luces y todo habrá sido un película. Me asomé a cada fotografía como por una ventana, una ventana desde la que uno tiene la seguridad de que en el momento que lo desees puedes meter la cabeza para adentro y cerrar para siempre o para cualquier otro momento. Javier Vidal.- 23 enero. 2.000
©Javier Vidal