11 enero 2021

El infinito en un junco

Para amar a los libros debes haberte refugiado en los libros muchas veces. Esta reflexión se me ha venido a la cabeza leyendo este precioso ensayo sobre la historia de los libros y sobre esa inmersión íntima en los universos que éstos nos proponen. Por todos esos viajes que realizamos a través de la lectura, por todos esos personajes que hemos conocido y conoceremos, por todos esos sentimientos que no sabíamos explicar y algún autor los ha ordenado sintácticamente y nos lo ha susurrado a través de las páginas, por todos esos ratos que nos hemos evadido de nuestra, a veces, monótona existencia para vivir otras vidas y otros sueños. Por esas ventanas pequeñitas por la que nos han permitido escaparnos a ratos y en las que la humanidad ha encontrado compañía, conocimiento y consuelo a lo largo de la historia. Y por esa complicidad que se genera entre todos aquellos débiles que necesitamos evadirnos de todo esto de vez en cuando y refugiarnos en la calidez personal e intransferible de los libros.

©Javier Vidal

Quisiera que alguien me esperara en algún lugar

Las relaciones familiares son muy complejas. Cualquiera que viva en una familia de tres hermanos o más sabe que tiene que sacarse un máster en psicología de grupos e inteligencia emocional o sucumbir irremediablemente. De una amistad que se muere te puedes alejar, una relación tóxica la puedes romper (en muchos casos), pero de la familia no se puede escapar. Tienes que lidiar una vida entera con toda tu historia familiar y con todos los que la componen, los vivos y los muertos. Esta película se acerca a ese complejo pequeño mundo; nos deja asomarnos por un tiempo a una familia francesa, con las mismas alegrías y con los mismos sabores y sinsabores que otra familia cualquiera. Se me ha hecho corta, creo que se le podía sacar mucho más jugo y que en la hora y pico que dura no le da tiempo, o no le da tiempo al director, a profundizar mucho más en la psicología de los personajes y en los íntimos lazos que los unen. Pero merece la pena verla, aunque sea porque no cae en el sentimentalismo barato de estas fechas y porque el título, ya de por sí, es sugerente y precioso. Hay una película que no la he vuelto a ver más pero que en su momento me hizo llorar las veces que la vi. Se llama “Dulce hogar a veces”, y aunque el título es lamentable y te sugiere una comedia ligera en realidad es una reflexión diferente pero casi más acertada que ésta sobre esa cosa tan extraña, poliédrica, a veces terrible y a veces maravillosa que llamamos familia.

©Javier Vidal

08 enero 2021

Epílogo

Incluso en las bodas que me invitan siempre me quedo con la duda de si realmente soy un digno invitado. Con los entierros ni te cuento; tengo la sensación que hay que ser un muy amigo del que se va para asistir a su funeral o, como en este caso, escribir unas humildes pero sentidas palabras. Incluso con el eco de estas fiestas traicioneras que te dejan cansado de todo no me puedo quitar el golpe de saber que se ha ido para siempre Diego, mi eterno “proyecto de amigo” y mi admirado constructor de “virguerías”. El penúltimo quijote en medio de un mundo de sanchopanzas, el eterno enamorado en un mundo de rollos de verano, la olla a presión de sentimientos y sensibilidad en un mundo eminentemente práctico e insensible, el pronombre personal, tercera persona del singular. Diego, tan Diego. Diego, tan él.

Ahora recuerdo con nostalgia su cuarto lleno de discos y de libros, donde confeccionaba a mano sus libros, donde penaba sus amores fallidos y pasaba a poemas y prosa sus acertados brotes de ingenio. Ahora recuerdo con nostalgia la última vez que lo vi. Fuimos una tarde de verano a un charco perdido en mitad de la sierra. Conocedor como nadie de estos parajes llevaba todo lo necesario, incluido unas sandalias de goma, de las que yo me reía preguntándome qué clase de coronel tapioca se llevaría a la sierra semejante prenda. Para entonces Diego ya no era el mismo; se le notaba cansado y ensimismado. Cuando llegamos al recóndito charco nos encontramos una pareja de jóvenes novios de postal con un niño chico. Habían metido un flotador enorme de plástico amarillo en medio del charco; y nosotros nos quedamos un poco defraudados. Como si hubieran violado aquel lugar sagrado para cualquier saltapeñascos; y para los que explorábamos la sierra tiempo atrás como si la descubriéramos por primera vez. Aquello me confirmó que ya no queda nada sagrado en esta tierra; y me imagino que Diego siguió intuyendo que su reino ya no era de este mundo, algo que venía sospechando desde hacía tiempo. Porque este reino es para los prácticos, para los listos, conquistadores, para los triunfadores, para los banales. Y probablemente Diego no era ninguna de esas cosas. O probablemente era todo de esas cosas; quizá en algún verso de un poema, o en algún rincón de una vida que solo atisbó desde su permanente ensoñamiento. 


Lo mismo yo estoy siendo injusto trazando un perfil que no se ajusta a la realidad. Lo mismo me he inventado lo de las sandalias de goma. El pasado y el recuerdo son traicioneros; y a veces es difícil distinguir lo que vivimos y lo que soñamos. En mi sueño yo recuerdo su ingenio, su singularidad, sus excentricidades tan lógicas, sus rarezas tan normales, sus copas de machaquito, su cigarrito de la risa, su cenicero ecológico; y su osadía de ser tan él mismo. En mi sueño lo recordaré siempre como ese poeta maldito, como ese personaje original que se abría en canal en cada escrito, como ese proyecto de amigo sincero, como ese sencillo y austero vividor, como ese bendito soñador. Al final qué más da. La vida se nos pasa pero solo los sueños permanecen. Al final, que más da, Diego, que te quiten lo vivido. Que no se atrevan a quitarnos lo soñado.
©Javier Vidal