24 octubre 2009

Siempre me pasa lo mismo

Siempre me pasa lo mismo.

Me gusta pasear por las calles de la ciudad como si no fueran mías ni yo fuera de ellas. Una ciudad conocida y desconocida al mismo tiempo. Unas calles por las que he pasado mil veces pero que cada vez es como si fuera la primera. Conozco mejor que nadie los baches, los carteles anunciadores, los colores de las fachadas, pero no las veo igual que la gente que vive por las calles. Porque yo las miro con la falsa objetividad del turista que llega para un día, con la distancia y el frío del que no guarda ni deja nada en ellas. Y siento que es verdad: no guardo nada en ellas. Esa casa no es mi casa, ni la comida que se prepara tras la ventana es para mí, ni el beso que se ofrece ni la mano que se da, ni las personas son mías; son suyas. Se tienen, van acompañadas de su marido, de su hijo, de su novia, de su perro. Las calles les pertenecen y ellos pertenecen a las calles, esconden momentos en cada rincón, sobre la acera, ante el escaparate; los sentimientos, sus sentimientos, se arremolinan en las esquinas como las hojas y los papeles de periódico en los días de levante.

Y paso como una sombra, como si nadie me viera; y me gusta. Siento que nadie me ve y es probable que nadie me vea. Siempre me pasa lo mismo. Voy a una exposición; en medio de una plaza llena de viejos y niños han montado una carpa los de ACNUR. Dentro de la carpa recrean un campo de refugiados de Kosovo, con los grifos, los aseos improvisados, el suelo polvoriento... Dentro de la carpa hay tiendas de campaña y dentro de las tiendas hay fotos de niños y suena la voz de los niños quejándose. Todo está bien conseguido, provoca lástima. Al salir, una muchacha me hace un cuestionario y me pregunta si la exposición me ha hecho sentir como si fuera un refugiado. Yo le contesto que sí, pero los dos sabemos que no es lo mismo; ser refugiado no es estar en una carpa en medio de una plaza llena de viejos y niños. Siempre me pasa lo mismo.

Hago el camino de vuelta; los peatoncitos de los semáforos se ponen en verde como para que no pare, para que pase. Al principio me alegraba esa casualidad; parecía que tenía enchufe en la delegación de circulación: iba llegando yo a cruzar la calle, los coches se iban parando y finalmente el peatón se ponía en verde. Pero cuando llego a mi destino y llego a mi hora o antes de tiempo siempre lamento la complicidad eléctrica de los semáforos. Siempre me pasa al final; siempre me pasa lo mismo.

Y hoy, cuando iba llegando a mi casa, me ha pasado lo mismo. He pasado ajeno al mundo, bajo mis auriculares, envuelto en la música de la radio, mirando las cosas y la gente como si no fueran mías, como si yo no fuera de ellas. Pero cuando pasa un rato me empieza a pesar la soledad y ya no quiero ser invisible. Y voy aminorando la marcha, y me quedo parado ante un escaparate o mirando a la gente como si me viera. Pero ya la gente no me ve; y empiezan a cerrar los escaparates y la gente se va para sus casas y se empiezan a escuchar las televisiones desde dentro de las casas acurrucadas en la luz de la sala de estar. Y entonces me entra esa extraña sensación de ir vacío y de llegar vacío.

Y entonces pienso que la vida es una calle o muchas calles y que todas las calles se han paseado por esta tarde y yo he pasado por ellas como si no fueran mías. Y la gente son toda la gente que ya se metió en sus casas que son todas las casas. Y vuelvo mi casa solo, con la soledad de una tarde que es la soledad de toda una vida. Una vida por la que paseo como si no fuera mía, una vida por la que paso con la distancia y el frío del que no guarda ni deja nada en ella. Una vida encerrada en una carpa en medio de una plaza llena de viejos y niños.

Siempre me pasa lo mismo.

©Javier Vidal

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